LA PRISIÓN PREVENTIVA OFICIOSA MERECE DESAPARECER

POR REDACCIÓN

No soy abogado de profesión y no
escribo como experto constitucionalista,
sino como simple ciudadano que sufre una
honda preocupación por los graves peligros
que acechan la vida y la seguridad de sus
compañeros de lucha, acusados y acosados
por el máximo poder de la República y
amenazados al unísono por el crimen y la
delincuencia que asuelan al país.


En la época del absolutismo, cuando la
sociedad era gobernada por reyes, káiseres,
zares, etc., la voluntad o el capricho del
soberano era ley inapelable para sus
súbditos y no había, en consecuencia, ni
sombra de instituciones o recursos
jurídicos para la defensa del ciudadano
común ante la arbitrariedad del soberano.


El fundamento del absolutismo era el
argumento “irrecusable” de que todo poder
viene de Dios, y que el mismísimo Dios
era quien, a través de su Iglesia, ungía y
coronaba al monarca para que, en su
nombre, ejerciera el poder sobre los demás.
Por tanto, una vez ungido y coronado, la
persona del rey era sagrada, intocable, e
indiscutibles sus deseos y mandatos.

Quien
osara desobedecerlos o discutirlos
desafiaba la voluntad misma de Dios y
tenía que ser rigurosamente castigado.


Bajo el absolutismo había, ciertamente,
leyes y reglamentos escritos y todo un
ejército de funcionarios encargados de su
puntual aplicación, pero estas leyes y

reglamentos no eran más que la voluntad
escrita del soberano, eran una extensión de
su poder en el espacio y en el tiempo y, en
consecuencia, eran igualmente inatacables
por el ciudadano común. El rey sagrado no
tenía obligación de rendir cuentas de sus
actos a nadie más que a Dios, el único
capacitado para juzgarlo.


Fue, pues, un gran salto adelante el
derrocamiento del absolutismo y la llegada
de la burguesía con democracia liberal. Fue
la evolución burguesa, cuyo modelo
clásico es la Revolución Francesa de 1789,
la que arrancó de raíz el principio del
origen divino del poder de los reyes y de
las leyes que tenían a bien promulgar, e
instituyó en su lugar el principio de la
soberanía popular.

En consonancia con
esto, el gobernante dejó de ser sagrado en
su persona y en sus mandatos y leyes, y el
pueblo quedó facultado para elegirlo o
removerlo según sus intereses, para
modificar en todo momento la forma de su
gobierno y promulgar las leyes que juzgue
convenientes conservando, al mismo
tiempo, la facultad de derogarlas,
modificarlas y perfeccionarlas para mejor
servir a sus intereses.


Todo el aparato del Estado y del
Gobierno tiene su fundamento en la
Constitución General del país; de ella
emanan todas las demás leyes secundarias
y reglamentarias que conforman el Estado

de Derecho. Por este camino, las leyes
dejaron de ser la voluntad escrita del rey
para convertirse en la voluntad escrita del
pueblo, al cual deben servir y cuyos
derechos deben proteger sin falta.

Según el
espíritu de la Constitución y sus leyes
derivadas, los gobernantes solo pueden
hacer aquello para lo que las propias leyes
los faculten expresamente; mientras que el
pueblo puede hacer todo aquello que esas
mismas leyes no les prohíben, también
expresamente.


¿En qué consiste, en suma, el gran salto
adelante de la democracia liberal-
burguesa?

En que cortó de tajo el mito del
carácter divino del gobernante y lo sometió
al poder soberano del pueblo manifestado
en la Constitución y sus leyes derivadas; lo
obligó a rendir cuentas ante la soberanía
popular y acotó y reglamentó su poder,
limitándolo estrictamente a los límites que
las propias leyes le señalan. Teóricamente
acabó con la arbitrariedad,

los abusos de
poder y el autoritarismo, que solo responde
ante sí mismo de sus actos, fijó con
precisión los derechos de los ciudadanos y
creó los mecanismos legales para exigirlos
o para defenderse de la arbitrariedad, la
injusticia y la tergiversación de las leyes en
su perjuicio.

Todo esto, a decir verdad,
suena bien en la teoría. En la práctica, las
cosas suelen ser muy distintas por razones
que no abordaré por ahora pero que,
ciertamente, no resultan baladíes en un
mundo en que las guerras de agresión y
saqueo contra los pueblos débiles se
justifican como defensa de la democracia
liberal ante las “dictaduras populistas”.
Retomando nuestro asunto, de lo
dicho se deduce claramente que toda ley
que permita, o incluso exija y justifique

transgredir abiertamente los límites
impuestos al poder público por el cuerpo
de leyes que dan vida al Estado de Derecho
en detrimento de los ciudadanos; toda ley
que conceda subrepticiamente al
gobernante la facultad de decidir sobre la
vida y la libertad de la gente sin taxativa
alguna, es una ley retrógrada de corte
absolutista, es un salto atrás hacia la época
feudal-medieval en que reyes y señores
eran dueños de vidas y haciendas.

Una ley
así, no puede menos que contradecir lo
dispuesto en la Constitución General de un
Estado democrático cualquiera. Por tanto,
esa ley merece perecer, debe ser derogada
de inmediato, antes de que otras leyes u
otros legisladores quieran imitarla, lo que
acabaría derrumbando todo el edificio del
Estado de Derecho.


A mi manera de ver, este es
precisamente el caso de la ley que
establece la prisión preventiva oficiosa
(PPO). Según los especialistas, la prisión
preventiva como recurso del Poder
Judicial para impartir una mejor justicia,
nació junto con nuestra actual
Constitución en 1917.

En 2008, bajo el
gobierno de Felipe Calderón, se
promovió una reforma constitucional para
diferenciar dos tipos de prisión
preventiva, la justificada y la oficiosa o
automática cuando la gravedad del delito
lo amerite. No obstante, el objetivo de la
prisión preventiva seguía siendo el
mismo: que el probable culpable no
escapara a los tribunales, garantizar la
seguridad de la víctima,

familiares y
testigos y lograr una mejor investigación
del caso. Una segunda reforma ocurrió en
2018, todavía bajo el gobierno de Enrique
Peña Nieto. Fue entonces cuando se

precisó mejor el concepto y alcances de la
prisión preventiva oficiosa.
Estos cambios quedaron fijados en el
párrafo segundo del artículo 19
constitucional que dice: “…

El Ministerio
Público solo podrá solicitar al juez la
prisión preventiva cuando otras medidas
cautelares no sean suficientes para
garantizar la comparecencia del imputado
en el juicio, el desarrollo de la
investigación, la protección de la víctima,
de los testigos o de la comunidad, así como
cuando el imputado esté siendo procesado
o haya sido sentenciado previamente por la
comisión de un delito doloso. El juez
ordenará la prisión preventiva,


oficiosamente, en los casos de delincuencia
organizada, homicidio doloso, violación,
secuestro, trata de personas, delitos


cometidos con medios violentos como
armas y explosivos, así como delitos
graves que determine la ley en contra de la
seguridad de la nación, el libre desarrollo
de la personalidad y de la salud…” (EL
FINANCIERO, 5 de septiembre). En total,
son 16 los delitos que merecen la prisión
preventiva oficiosa. Como se ve, la prisión


preventiva oficiosa no se define en general,
sino por enumeración de los delitos que la
merecen; la ley no prevé ningún requisito a
satisfacer, ningún medio de defensa contra
este tipo de castigo. Basta que el delito
imputado forme parte del catálogo
correspondiente para que el juez ordene en
automático que el imputado sea metido a la
cárcel y tenga que vivir todo su juicio (que
a veces no llega nunca) en prisión.

Hay que
notar, además, que en ningún caso se
define la prisión preventiva como un
recurso para abatir la delincuencia como
afirma el Gobierno actual.

Así, la prisión preventiva oficiosa no
depende en ningún grado ni de ningún
modo de la culpabilidad o inocencia del
imputado, sino, única y exclusivamente,
del nombre del delito que se le impute y,
en última instancia, de la voluntad y el
criterio del juez. Esto significa que la
suerte del imputado solo puede cambiarse
cambiando el delito que se le achaca, es
decir, que queda en las manos de su
acusador, persona que, en no pocas veces,
tiene motivos distintos a los jurídicos y
legales para odiar al acusado y tratar de
vengarse sangrientamente de él. Por lo
visto en la práctica, el juez también puede
cambiar el nombre del delito, lo que
depende de las influencias del acusado o de
sus abogados y de la probidad del juez.
Como sea, la ley deja al imputado en el
más absoluto desamparo frente a sus
acusadores y sus jueces; su suerte depende
de lo que él pueda hacer con sus propios
recursos.


El ministro de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación, Luis María Aguilar
“…pide declarar como anticonstitucional la
figura de la prisión preventiva oficiosa, al
considerar que va en contra de principios
constitucionales como la presunción de
inocencia y el principio de
proporcionalidad”.

Por su lado, “…la
Organización de Naciones Unidas (ONU)
ha exhortado a México para que anule la
prisión preventiva obligatoria, consagrada
en la Constitución” (ambas citas en EL
FINANCIERO, 5 de septiembre).

Es
verdad que la Suprema Corte no puede
ordenar la derogación de la PPO porque
implica modificar la Constitución, lo que
es facultad exclusiva del Poder Legislativo.
Pero eso no impide ni vuelve inútil, a mi

juicio, un pronunciamiento claro de la
Corte sobre el carácter anticonstitucional
de la PPO si la prisión preventiva
contradice o no la Carta Magna, aunque su
opinión no tenga carácter vinculatorio.
El subsecretario de Seguridad Pública,
Ricardo Mejía, destaca por lo “curioso” de
su defensa de la PPO: “…

si se deja a
merced de los jueces la libertad de una
persona acusada, se «puede dar lugar a
múltiples casos de corrupción, a un
mercadeo de abogados y jueces»”. Como
vimos, la prisión preventiva oficiosa deja
la suerte del acusado en manos del juez y
de su acusador, con lo cual el “mercadeo”
solo se amplía a la parte acusadora, pero no
lo elimina como quiere el subsecretario
Mejía. Concluye el subsecretario:


“Representa una amenaza para la sociedad
(la desaparición de la PPO) porque estos
individuos en libertad seguirán llevando a
cabo sus actividades de carácter criminal”,
(portal RT, 29 de agosto). El subsecretario
no se da cuenta que este argumento es un
oxímoron, puesto que da por demostrado
justamente lo que el juicio tiene que
probar, esto es, que quien recibe la PPO
es un peligroso delincuente que pone en
riesgo la seguridad de los demás

Si de
antemano sabemos que se trata de un
criminal irredento (y solo así resultarían
culpables quienes abogan por suprimir la
PPO) ahorrémonos gastos, embrollos
jurídicos, abogados y jueces y
sentenciemos a todos a cadena perpetua.
Por su lado, el presidente López
Obrador dijo que la eliminación de la
PPO implicaría la «Protección para jefes
de bandas de la delincuencia organizada y
para delincuentes de cuello blanco»
(misma nota de RT). También esto es una

contradicción en los términos: si ya
sabemos que los imputados son jefes de
bandas y ladrones de cuello blanco, ¿para
qué los sometemos a prisión preventiva
oficiosa? Por otra parte, ¿cuántos jefes de
bandas criminales y delincuentes de
cuello blanco que purgan justa condena
gracias a la prisión preventiva puede
enumerar el presidente? ¿No es verdad
que todo México sabe que la delincuencia
está desbordada y que el Gobierno se
muestra incapaz u omiso para combatirla?


¿No acaso las cifras demuestran que la
inmensa mayoría de quienes padecen
PPO son gentes de escasos recursos que
no tuvieron dinero para un buen abogado
o para sobornar al juez o a sus
acusadores? ¿Dónde está la eficacia de la
PPO para abatir la violencia y el crimen?


El problema aquí no radica en si se les
aplica o no la PPO, eso viene solo en
segundo término. El primero es echarles
el guante y presentarlos ante la justicia.
Es algo semejante a aquel instructivo para
usar eficazmente un poderoso veneno
contra las pulgas. Coge usted la pulga,
rezaba el instructivo, le abre el pico y le
vierte el veneno; el resultado es inmediato
y garantizado. Sí, pero el problema no es
matar una pulga cuando ya la tenemos en
la mano; el problema es, precisamente,
cazar la pulga. No hay remedio:

la PPO
es arbitraria, abusiva, inconstitucional;
una ley que nulifica el derecho a la
presunción de inocencia e impide la
defensa eficaz de la víctima encerrándola
en la cárcel, con un acceso limitado a sus
recursos y a sus abogados. Por eso
merece ser derogada sin tardanza. Que se
haga o no, ese es otro problema.

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